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Nunca hubiera imaginado aquella tarde de verano lo que sucedió en aquella farmacia de barrio. Después de todo el día de calor extremo, a eso de las 7 de la tarde cuando el sol empezaba a perder algo de fuerza y se podía salir a la calle sin temor a sufrir un desmayo, mi primo Ángel y yo decidimos ir a dar una vuelta, nada planeado, sólo queríamos pasear e ir a tomar algo fresco.

Mientras paseábamos, hablando de nuestras cosas, riéndonos y demás, nos encontramos con Jesús, el hermano del Ángel, es decir, mi primo también.

-¿Dónde vais?- Nos preguntó
-Nada, a dar una vuelta y a tomar algo- Le informamos -¿Te vienes?-
-Si, que voy con vosotros pero antes acompañadme a la farmacia, tengo que coger unas medicinas, después nos vamos a tomar algo-
-Vale- Aceptamos el Ángel y yo. Total, si no teníamos ninguna prisa.

Tomamos rumbo a la farmacia más cercana, entramos y saludamos a la dependienta, una chica morena de unos 25 años, delgada y de carácter algo tímido. Aquella farmacia era, y es, algo pequeña, eso si, muy bien decorada, pero pequeñica. Además no había clientes, así que no tuvimos que esperar.

-¿qué os pongo?- Nos preguntó la dependienta con una sonrisa nerviosa. Llegué a pensar que era nueva en la farmacia, posiblemente nosotros éramos las primeras personas a las que atendía. Mi primo Jesús, le empezó a recitar la lista de tres o cuatro medicinas con esa forma der hablar que tiene él, tan basta y ruda que, sin llegar a sonar hiriente ni amenazadora, pareció ser demasiado para aquella chica tímida que luchaba por no desmayarse mientras nos atendía. Si hubiera sido yo el cliente en lugar de mi primo, sin duda, hubiera tenido más en cuenta las circustancias de aquella muchahca, pero mi primo no, él es así de natural.

Cuando por fin nos puso los medicamentos en una bolsita con el símbolo de la cruz verde y nos cobró, mi primo pidió cambios para echar a la máquina que pesa y mide.

Yo creo que entrar en una farmacia y no pesarse y medirse es algo imposible, por lo menos, por mi experiencia sé que siempre que se va a la farmacia y a uno le sobran 20 céntimos de euro, van derechos a esta máquina.

Con los cambios en la mano nos peleamos por pesarnos y medirnos ante la mirada de aquella dependiente.

-Yo primero-
-No, yo-
-Venga, qué más dá quien se pese primero, andad, apartaos, que me voy a pesar y medir yo- Pero no me srvió. El Ángel fue el primero en subirse a la báscula. Aquella máquina empezó a emitir esa especia de pitidos tan característicos mientras que mi primo se quedaba quieto con una estatua y mi otro primo de le decía que se pusiera bien erguido.

Después me subí yo. Me quedé quieto mientras mis primos miraban la pantallita esperando que aparecieran los números. La máquina me dio el ticket con mi peso y mi estatura impresos y le llegó el turno a mi primo Jesús.

Se subió, echó la moneda y el Ángel y yo, una a cada lado, mirábamos la pantallita como lelos. Los pitidos empezaron a sonar, la muchacha tímida y morena estaba colocando unas cosas en las estanterías que hay tras el mostrador. Los pitidos dejaron de sonar, anunciando que de un momento a otro los números iban a aparecer en la pantalla, pero, algo pasó justo en ese momento.

El pedo más descarado y sonoro que he escuchado nunca rompió el silencio en aquella farmacia. Fue un cuesco por fascículos, de esos que suenan y cuando parece que todo a terminado vuelve a sonar. Fue como una traca y sonó en tres fases.

Ese sonido, tan lleno de matices harmónicos inequívocos que demostraban al 100% que si, que era un super pedo, se detuvo por fin. Lo primero que hice fue mirar a mi primo ángel que me miraba, a su vez, con los ojos como platos. Después nuestras miradas fueron a parar al artífice de semejante sinfonía, mi primo Jesús, que miraba fijamente a la pantalla de la máquinas, colorao como un tomate e intentando aguantar la risa.

Claro, semejante cuesco no hubiera podido pasar desapercibido en aquella silenciosa farmacia, así que me giré para mirar a la dependienta que estaba pálida como el papel. Su cara era un cromo, nos miraba incrédula pero al toparse con mi mirada intentó disimular.

Mi primo ángel empezó a soltar carcajadas entrecortadas. Y claro, como siempre pasa cuando estamos juntos, nos fue imposible evitar reirnos. Los dos estallamos en carcajadas mientras que mi primo Jesús nos insultaba por lo bajinis.

-Cabrones, no os riáis-

No hizo falta que nos lo pidiera más veces. Los dos nos callamos de sopetón al notar un hedor nauseabundo que hubiera sido catalogado como arma biológica.

-Ángel, vámonos- Le dije a mi primo mientras me tapaba la nariz y la boca con la mano. El Ángel huyó conmigo mientras que su hermano esperaba a que la máquina le diera el ticket.

Desde afuera, se podía ver toda la farmacia gracias a la cristalera. Y fue por eso que pudimos ver la guinda del pastel.

Mi primo seguía allí, plantado en la máquina, pasando la vergüenza de su vida, esperando el ticket pero, al parecer, la máquina se había quedado sin papel o se había atascado.

Por fin salió, no se si con el ticket o sin él, lo que si sé, es que detrás de él, también salió la dependienta a la calle , imagino que para evitar afixiarse.

Imaginaos las risas que nos echamos. Qué vergüenza, pero en fin, todo el mundo se pede, aunque no en público, pero todo el mundo se pede.

Un abrazo, se os quiere
Samvel Areh

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